martes, 11 de noviembre de 2008

Del Malecón al Tevere

Agustín Dimas López Guevara


I

Más que pasear, caminaba por el malecón, para que el sol y el aire caliente y salitroso del mar le secaran el cabello, apretado en el torniquete bajo el pañuelo. Todos los sábados cumplía con el pase de peine caliente y el lavado de su cabello. Iniciaba un ritual delante del espejo, con la toalla al cuello dándose cepillo en su rebelde cabellera de mulata; prensándolo enrollado en un tubo de cartón, para cubrirlo con un pañuelo anudado sobre la nuca. Todo esto sin dejar de escuchar la música de radio Cordón de La Habana, para luego salir al sol del atardecer. Pero esta vez, a causa de un trabajo voluntario en la escuela, tuvo que hacerlo hoy domingo. Lejos estaba de imaginar que aquella tarde de junio - oyendo los piropos de los titis maníacos, asediando a las jóvenes que recorrían el malecón en minifaldas-, se iba a encontrar con el extranjero, que tan amablemente le acompañó, elogiando lo bello del paisaje marino. Siempre acostumbraba a dar su vuelta por esta parte, saliendo por la calle Línea, frente al obelisco de mármol jaspeado de los chinos, pasando por el monumento gris del Maine, detrás del Nacional: justo donde él se le acercó, exaltando las bellezas del tramonto, y queriendo decir algo del caldo sofocante del verano. Su lenguaje se debatía en el uso del italiano, su lengua natal, utilizando palabras y verbos en español mal conjugados, provocándole la risa y el deseo de corregirle la pronunciación, cuando sin darse cuenta ya doblaban hacia 23. Ella, para subir hacia L y luego bajar hasta Línea, donde vivía. Él, al parecer sin rumbo definido, cuando la invitó:
-Io ti posso ofrere un gelato.
-¿Tú eres italiano? ¿Verdad? -Le dijo para confirmar lo que ya sabía.
-Sí, sono Italiano. Scusame.
Luego de descifrar lo que había dicho, supo que la invitaba a un helado y, con una sonrisa en los labios, le aceptó su invitación y siguieron conversando Rampa arriba rumbo a Coppelia. A ella, el magisterio le había desarrollado la facultad de conversar y poder seguir cavilando en otros pensamientos; como ahora que le asaltaban de momento: era extraño encontrar un Italiano en La Habana en este tiempo, lo más común era encontrarse con grupos de rusos, búlgaros, alemanes de la RDA y algún que otro marinero sin ciudadanía definida, deambulando por los bares del puerto, con alientos de alcoholes difíciles, unas jergas intraducibles y los olores irrespirables de las axilas. Los búlgaros y rusos, que vivían y trabajaban acá por largos periodos, como técnicos o funcionarios; se dedicaban entre otras cosas: a la venta de ropas, perfumes Kremena y Moscú Rojo, espejuelos de sol, víveres de primera necesidad y otras bisuterías; todo en bolsa negra. Compraban objetos de oro a precios risibles, se alojaban en los mejores hoteles, o en las residencias de Miramar y el recién construido reparto Flores: Jamás daban botellas cuando recorrían la quinta avenida en sus carros. De modo que fueron los búlgaros, rusos y técnicos extranjeros los primeros en introducir el mercado negro, en estas ramas del comercio. Porque ya desde la época del acaparamiento, el racionamiento y las libretas, había comenzado el trapicheo y la bolsa negra en el país. Era común encontrarse con rusas que habían llegado casadas con cubanos, graduados en las escuelas soviéticas, alarmando la dormida conciencia racial, cuando se veían en las calles abrazadas de un esposo negro. A pesar de que ya Pello había hecho pública su simpatía por las rubias, provocaba la curiosidad cuando desembocaba en cualquier calle con su convertible y sus rubias del Mozambique: aún así, no dejaba de causar cierto rechazo ver a una blanca con un negro. Más de una vez lo vio descender del convertible sobre una alfombra roja, para entrar al Monseigneur, acompañado de su María Caracoles, con su bastón de Ifá, y su voz de barítono destemplada; saludando a la gente curiosa de la calle. Se palpó con disimulo sobre el pañuelo, y súbitamente evocó la secadora de pelos, que le compró a una rusa, con un transformador que pesaba más que su maleta y que, por prestarla a las amigas, se le quemó. No hubo forma de enrollarla, pero el transformador le sirvió como calzo de la puerta, para mantenerla abierta y ventilar el apartamento de los vapores sofocantes del verano. El mercado negro lo ampliaron los marineros mercantes, con todo tipo de efectos electrónicos. Relojes Rolex falsos, que fueron la ostentación de los macetas, camisas Manhattan, pañuelos de seda, zapatos, sombreros, pitusas, ropa interior para mujeres y pantalones campanas que causaban la obsesión en los más jóvenes. Un trapicheo incontrolado, porque la muda de ropa que daban por la libreta malamente servía para vestir el diario. Los marineros trajeron además los discos Long Play de Paul Anka, Los Beatles, los grupos españoles de moda, las primeras grabadoras y radios portátiles. Se hizo habitual que la gente subiera a las guaguas con grabadoras al hombro a todo volumen.
Era el tiempo en que proliferaban los niños cubanos con nombres rusos. Ya a casi ningún nacido le nombraban Antonio, Francisco, ni Manuel. Los inscribían como: Vladimir, Alexander, Yuri, Valodia… Y las niñas dejaron de llamarse María, Carmen, Rosa, para nombrarlas: Tatiana, Natacha, Katiuska, Irina... Se podía aprender el ruso por radio, y los trabajadores destacados podían soñar que algún día le darían un viaje a la Unión Soviética. Regresar con fotos en blanco y negro del Kremlin y la Plaza Roja: con paltos; cubiertas las cabezas con chaikas felpudas como lanas de ovejas, abotonadas en la barbilla. Todos en una fila interminable en la Plaza Roja, para bajar en silencio por la escalera de mármol, a la derecha, dar la vuelta en un rectángulo subiendo por la izquierda, mirando a Lenin (La Momia, le decían los enemigos polacos) en la urna de cristal inclinada, con sus manos moradas cruzadas a la altura del estomago y su chiva canosa, alargándole el mentón, como si estuviera dormido desde hacía un siglo, a la espera que su esposa, la buena profesora regordeta, Nadieshka lo llamara para tomar el té. Con buena suerte hospedarse en el Rosia, visitar el Gung y el Sumg, para comprar algún regalito a la familia, o un souvenir de tronco de abedul con un hacha de leñador en miniatura encajada en la corteza; o un juego de matrioshas barrigonas. Ver, el río Moscú congelado, sentir los grajos graznando como pájaros de mal agüero y las urracas picoteando en los cristales de las ventanas, o escarbando en la nieve en busca de golosinas. Contemplar los copos de nieve en las cúpulas de la catedral de San Basilio, como crema en los barquillos de helados. Montar el metro para pasarse a Moscú por la cabeza y salir frente al museo de la cosmonáutica para ser recibidos con la sonrisa espacial de Yuri Gagarin, que saluda desde su estatua a los visitantes del museo. Un poco adelante, queriendo ladrar desde las fotos; la perra Laika: primera pasajera espacial, guardiana insigne de la colección de aviones y cohetes; mudos testigos de los viajes del hombre y de Valentina Tereshkova, por los abismos del cielo. Como despedida asistir a una función de tres horas, en el Teatro del Palacio de los Congresos, para ver la borodiana ópera El Príncipe Igor; sin traducción. Suerte de los que pudieron aprender el idioma ruso por radio para entender las arias y campear el rudo idioma moscovita. Así que este encuentro casual, le hizo evocar encuentros anteriores con extranjeros, pero sin mayores trascendencias: las visitas a la beca de delegaciones del konsomol, intercambiando pegatinas y sellos alegóricos de ambos países, después de los discursos; para luego en los albergues, en la cola del comedor; en cualquier parte reírnos de los bolos con los cuentos de torpezas que habíamos aprendido desde la época difícil de los tabarichi, Nikita Serguéievich Jruschov, Anastas Ivánovich Mikoyán y el sucesor Leonid Brezhnev.

Ahora era diferente, ya no era una becada. El tiempo le había fogueado su carácter, y La Habana -que en agosto de 1762 los ingleses habían conquistado- le permitió a ella conquistarla en agosto de 1962, justo doscientos años después; entre vítores de: a la urra rrá, y el bombo chiear, chiear, chiear, con lemas y consignas, cantando: somos socialistas palante y palante y al que no le guste que tome purgante. Llegó ronca al reparto Siboney, porque se pasaron todo el viaje cantando en cada pueblo que velozmente dejaban atrás en la carretera central. Al mes ya conocía todas las rutas de ómnibus. Era capaz de andar sola en las guaguas desde Playa, hasta la Rampa, el Parque Central; a cualquier parte de la urbe, para ver los estrenos de Radio Centro, Payret, Ambassador, Acapulco, o cualquier cine de barrio, persiguiendo las películas que no pudo ver en los circuitos de estrenos. Luego, al regreso, quedarse en el Coney Island para comprar algodón de azúcar; dar una vuelta en la montaña rusa, venciendo el temor del vértigo, y reunirse con las amigas. Porque habían hecho del Coney el punto de encuentro, para irse juntas, a pie hasta la beca, cuando fallaba la confronta. Y así protegerse en grupos de los temores a borrachos noctámbulos, rescabucheadores y mariguaneros que asediaban a las becadas y tenían sus guaridas en los centros nocturnos del Paradis, Rumba Palace y posadas del entorno. Como un chispazo se iluminaba el recuerdo de su primera experiencia amorosa con un profesor mayor que ella, allá en Tarará, de cuya relación solo sobrevivió la propiedad del pequeño apartamento de Línea, donde vivió con él, hasta que la abandonó por otra cuando fue nombrado para un cargo superior en el Ministerio. Por supuesto, que nada de lo que venía recordando lo comentó con este hombre que caminaba a su lado. Le había caído bien desde que se le acercó; tal vez por ese aire de porte gentil y cierta timidez que lo diferenciaba de los hombres comunes que abordan a las mujeres en calles y aceras con el agresivo desenfado machista de los cubanos.
Aquella tarde marcó un giro en su vida. Tuvo el tiempo de meditar en la cola de la heladería y navegar en los recuerdos que la asediaban. Sin sospechar, el puente de afecto se iba endulzando con el sabor de los helados, las sonrisas y la simpatía creciente hacia este hombre, que le contaba en su incipiente español: de suo laboro como proyectista de la Autopista Nacional, de lo tantísimo que le piaciva Cuba, dal sole, queste mare veramente blu, de la folia de vívire de sua gente y de todo lo que ella adivinaba o creía entender, detrás de una canoa de almendra con chocolate, entre divagaciones asaltándola.
Esquivaba con cierto nerviosismo la mirada azul que la escrutaba. Mientras, le contó que era profesora de secundaria, aquí cerca; detrás del Habana Libre. Le señaló con el dedo índice, apuntando hacía el hotel, para desviarle su mirada que la hacía ruborizarse. Él, con un gesto teatral, le extendió la mano mientras decía:
-Il mio nome e Marcelo.
Ella, le extendió la suya, aún con la cuchara entre sus dedos, provocando la risa de ambos, hasta que pudo decirle:
-El mío: Ena. -Y tomó la cuchara en la otra mano, aún sonriendo.
Él abrió los ojos exageradamente y con una asociación poética le contestó: -Il tuo nome e un vulcano. Invece il mio: mare e celo. ¿Capichi?
Luego de las presentaciones, las risas por el incidente de la cuchara, y de los apuntes que hacía en su agenda, de aquellas palabras que no lograba descifrar, le confesó que le gustaban mucho: Nicola di Bari, Rita Pavone, Sergio Endrigo y Pepino di Capri…
Le pareció increíble que en Cuba se conocieran cantantes italianos que en su país apenas se escuchaban, pero La Habana y Cuba cada día le desbordaban el asombro. Quizás para estar a tono con ella se atrevió a decirle:
-Mi piaci tantisismo il Mozambique, un bailo piu faccile che oltri ritmi cubani. Anche il Pilón mi piaci.
Estaba extasiada por su forma de gesticular como si con cada movimiento de sus manos quisiera expresarse, para apoyar sus palabras en una catarata musical subyugante, que le permitían entenderlo a medias. Solo había escuchado el italiano en las canciones de los cantantes que pasaban en la radio: canciones que había cantado de memoria en el albergue, sin saber qué decían. Su entusiasmo se colmaba cuando veía las películas, después de recorrer una cola de tres horas, cuando marcaba en 21 frente a la Roca, subiendo por L, hasta la taquilla de Radio Centro; para encontrarse con Mónica Vitti, Claudia Cardinale, Ugo Tognazzi o Marcelo Mastroniani. Era èse el tiempo cuando suspiraba allá en la beca por Marcelo Mastroniani. Cada amiga tenía una foto pegada en la taquilla, o en la tapa de la maleta, con el artista soñado. Para ella, Mastroniani, era un amor de celuloide que la hacia repetir la tanda y llevárselo a la beca en la mirada para seguirlo soñando. Así que entre sus evocaciones no supo cuándo le mencionó a Mastroniani, para que exclamara:
-¡Ah, Mastroniani! Suo nome e come il mío. -Le dijo ya en la despedida, después que habían intercambiado los números de teléfonos. El debía partir en la mañana hacia el interior por asuntos de trabajo. Le prometió llamarle a la escuela a su regreso. Para darle la seguridad del próximo encuentro, le tomó las manos y siguió: -Il mio desiderio e ritornare lo piu presto e trovarte a te. Enna sei veramente bella, io ti voglio bene. -Le dio un beso en cada mejilla y casi le susurró al oido:
-Arrividerchi,chividiamo le proxime settimana. Non dimenticare: ti prego, le decia “su” italiano, palabras que recordaría más tarde, mientras escuchaba Nocturno, y soñaba despierta. Sentía aún las manos calientes de Marcelo, cuando le tomó las suyas y le dijo casi en un ruego: Ti prego. La noche se le hizo interminable, porque la ansiedad la asaltaba. Tenía que agenciarse un diccionario italiano para descifrar las palabras que no entendió y que había escrito en su minúscula agenda telefónica, leída una y otra vez para hilvanar una conversación que le martillaba en su cabeza con inusitada insistencia. ¿Cuántas veces como ahora se había desvelado en su vida? Siempre reticente a tomar somníferos, no perdía la ocasión para aconsejar a su madre y a los abuelos para que dejaran el hábito de tomar y recomendar el Meprobamato para todo: porque aprendió sola que los nervios los tiene que controlar una misma. ¿Cuántas pruebas de fuego le había puesto la vida? Desde niña, enfrentándose sola a las adversidades, para vencerlas con el entusiasmo desenfado de sus impulsos y corazonadas. Una heroicidad para su tiempo y su origen. Solo lamentaba la prohibición que no pudo vencer cuando no la dejaron alfabetizar, pero se conformó con enseñarle a escribir el nombre y la inicial de su apellido al padre, para que dejara de poner el pulgar manchado de tinta en los papeles oficiales y las facturas de la base campesina que debían firmar. Se esmeraba por las noches, a la luz del farol chino, bajo el aleteo de insectos encandilados; tomándole la mano al padre que sostenía el lápiz entre sus rudos dedos, como una coa, para que con un esfuerzo como si estuviera sembrando posturas de tomate sobre los renglones de la libreta hacerle escribir con una caligrafía de soga torcida: Armando D. Porque no hubo forma de que lograra escribir Despaigne. Le ponía de tarea a la madre lecturas de textos del escritor español y pedagogo Herminio Almendros, pero no lograba que la madre leyera sin dejar de mover los labios, ni mucho menos entender lo que leía entre los susurros con una entonación de preescolar.
No recuerda las noches que pasó en esos empeños, ni la fecha exacta en que el farol dejó de funcionar, cuando Ramón se dio por vencido tratando de encenderlo. Y se quedó colgado como un adorno en un clavo de la solera. Desde entonces se había hecho el firme propósito de conquistar sus sueños, dejando a un lado las rabietas y llantos. Todavía piensa que fue un golpe de suerte, que tomó de sorpresa a sus padres, aunque ella puso todo su empeño y razones, para que no hubiera fuerza capaz de detenerla. Fue su madre la que le dio el impulso, decisivo desafiando la terquedad de su padre, para impulsarla a dar el paso que cambiaria la rutina de su vida. Con una dedicación de monja salesiana, primero en la Academia de Corte y Costura, dónde llegó a sobresalir con una maestría, que la marcaría para siempre y luego a los dos años incorporase a los estudios del magisterio. Primero allá en Tarará, y luego en Ciudad Libertad; para sacar la vista de los enseres de la costura y fijarla en los libros, iluminándole la visión del mundo y de la vida. Soportó la ausencia de los suyos: sus primeros sobresaltos de amores de juventud; sola con el escueto consejo de la madre que le había repetido más de una vez, abriéndole los ojos al decirle: cierra las piernas y abre los ojos. Pero olvidó el consejo de la madre: cerró los ojos entregándose de piernas abiertas, para sucumbir a las caricias provocadoras del profesor Eduardo -quien comenzó llevándola los fines de semana al Monseigneur, a degustar el filete migñón, escuchando las descargas inolvidables de Bola, detrás de su piano blanco; casi en éxtasis, cuando cantaba la canción de Chabuca Vargas: La flor de la Canela, haciéndola suya para siempre, entre los susurros fraseados de su áspera y musical voz-, para terminar después entre los brazos de Eduardo, allá en el apartamento de Línea, oyendo en una grabadora a Juan y Junior, en la embriaguez consoladora de los dos brindando con un sorbito de champán; estremecida por los temblores de los orgasmos… hasta que la relación se marchitó, por las infidelidades del Don Juan que la sedujo, abandonándola por otra nueva conquista. Casi simbólicamente murió su relación, iniciada en octubre, justo cuando llegó la noticia conmovedora desde México, anunciando la muerte de Bola, aquel sábado nefasto cuando Eduardo la dejó por otra. Lloró ese fin de semana, sin arreglarse el cabello, escuchando por la radio la voz ríspida del Bola, en su inmortal Vete de mí, como una sentencia paradójica, para olvidarse de Eduardo por siempre.
Se había quedado sola, con el aliciente de sus alumnos, sus clases de Español; las cartas y telegramas, que la mantenían en contacto con sus seres queridos; esperando ansiosa las vacaciones y el fin de año, para regresar a contarles de su vida, y ellos como detenidos en el tiempo, con el asombro en los ojos, preguntándole cosas de La Habana. Ahora ella, acordándose de todo; pensando en Marcelo… hasta que el sueño la durmió.

Ya para el invierno estaba nerviosa en el aeropuerto, con el sobretodo en un brazo, tapando el neceser que sostenía en la mano y Marcelo enganchado en el otro; esperando que anunciaran el vuelo que los llevaría a Roma, con escala en Madrid. Apretaba en la otra mano la Virgencita de la Caridad que la madre le diera al despedirse, para que la acompañara y la guiara, mientras meditaba en el giro que tomaba su vida. Bárbara, insistía recordándole que le mandara fotos de la nieve y revistas de modas con fotos de artistas. La boda fue más rápida de lo esperado. Marcelo había hecho un viaje de ida y vuelta hasta Roma, para llegar con sus documentos en regla y ella hasta Palma, para hurgar en el juzgado y traer su certificado con el folio y el tomo de nacimiento. El noviazgo, duró el tiempo de hacer los papeles y esperar que sus padres y hermanos llegaran de Palma Soriano, para salir en las fotos apretados detrás de un cake. Ella con su traje blanco, que tan mal augurio le anunciaba a su madre, porque las novias no podían ver el traje hasta el día de la boda, y ella de testaruda lo había hecho por sus propias manos, porque el oficio de costurera fue lo primero que aprendió acá en La Habana, cuando vino becada para la escuela Ana Betancourt, hasta que después dio el paso al frente: como dicen los jóvenes comunistas, y se incorporó al curso de maestros Makarenkos, luego que Fidel dijera aquel discurso en el estadio Pedro Marrero, el cinco de diciembre, donde elogió la labor de Elena Gil al frente de la escuela Ana Betancourt, los avances en la educación y ella, conmovida, se incorporó al Instituto Pedagógico de Tarará, hasta que vino a Ciudad Libertad a terminar sus estudios… Las gestiones que tuvo que hacer Marcelo con la embajada y el gobierno, para que la autorizaran a dejar el magisterio y poder salir... El bueno de Marcelo, con el traje gris y la corbata azul, a su derecha firmando el registro ante el notario notorio, en el Salón Dorado del Palacio de los Matrimonios, de Prado. En ambos lados, los padres de ella, y los hermanos detrás con el asombro congelado por el flash.
Ahora solo estaba su hermana en el aeropuerto para despedirla, porque a sus padres y hermanos; las urgencias de la tierra, los abuelos con los achaques de la vejez, y los animales a sogas, no les permitieron quedarse unos días más para decirle adiós desde la terraza. Solo pudo en el ajetreo de la boda escuchar a su madre aconsejarle y repetirle que tuviera mucho cuidado allá. Porque iba a estar sola, sin familia; que allá no se podía llegar como a La Habana, de ahora para ahorita. Sabía que era muy independiente y espabilada, desde los catorce años cuando se plantó en sus trece y no le importó el disgusto del padre, que ni fue a despedirla cuando salió para La Habana con una maleta de madera y una retahíla de muchachitas en la guagua cantando: la ORI es la ORI, la ORI es la candela. Más de una la madre vez le oyó decir, con una decisión que metía miedo para su edad: que no se iba a quedar de bruta como una campesina criando puercos y vivir la vida entera en piso de tierra, tomando agua de tinaja. Porque ella tenía que ser algo en la vida. Hasta que entre rabietas y amenazas la convenció. A La Habana salió, dejando el rencomio en su padre, y la ilusión en el resto de la familia de que sería la digna representante de los Despaigne, que toda la vida habían vivido de la tierra; desde los tiempos inmemoriales cuando el esplendor de los cafetales. De modo que la madre la amparó de los desagravios del padre, y la ayudó a preparar la maleta de madera para cerrarla con el candado Globe, que había utilizado el hermano Ramón, cuando fue llamado al Servicio Militar. Así que ella le colgó al cuello el cordón de zapato con la llave. La colmó de consejos y advertencias. Como sabía de los sueños y ansias de su hija, temía que cometiera una locura si le prohibían la posibilidad de estudiar en una beca. Su marido dejó de hablarle, pero escuchaba, hosco y huraño, haciéndose el dormido recostado en un taburete, las cartas que leía Bárbara, en voz alta; donde Ena le contaba de la escuela y de La Habana. Ellos le respondían de los estragos que había dejado el ciclón Flora. Dictándole a Bárbara, que lo más terrible fue la cantidad de agua que cayó, mi hermana. La crecida y desborde de los ríos, los ahogados que nunca aparecieron. La suerte que tuvieron de vivir en lo alto. Lo único donde su padre había tenido razón,- según decía su mamá -por no quererse mudar para el valle, donde quedó bajo el agua la nueva cooperativa.
En el retorno de vacaciones, llegaba con la alegría de sus avances en los bordados cruzados, de lo bien que le quedaban las plantillas, del buen manejo del centímetro y los cortes con la tijera; al punto de hacerle una camisa al padre sin tomarle las medidas, con dos metros de popelín blanco. Trajo en uno de los viajes la noticia de que estudiaría Magisterio. Ya para entonces el padre se dejaba besar. Ella se levantaba temprano para irse al campo con los hermanos, junto al padre, ayudando en las disímiles tareas de la tierra… hasta que logró que el viejo la tuviera en cuenta. Se adaptó a llamarle: «Mi hija, la que vive en La Habana.» Para entonces se ponía con orgullo la camisa hecha por ella cuando iba a jugar al dominó los domingos en el círculo social. Pero ahora, que había dado ese otro paso impredecible, que se iba tan lejos; la madre no se cansó de aconsejarla. Primero había convencido a su esposo para que viniera a la boda, con la guayabera de hilo que Ena le había regalado un día de su cumpleaños, y darle esa alegría a su hija, para que Marcelo, no fuera a pensar que su hija era una mal parida. Porque ella tenía familia que la representara y estuviera de cuerpo presente en un acto tan notorio como el casamiento. Se compadeció en silencio de Marcelo, que no pudo estar acompañado de la suya, porque todo fue tan rápido que ni Ena entendió bien las razones que le explicó cuando, chapurreando su «itañol» le dijo: Che la sua mamma, mai sono stata sull aereo, per paura. Y ya se sabía que su padre había muerto cuando él era un bambino y su frattello Claudio estaba troppo incasinado con el laboro.
El padre casi no abrió la boca; nada más para comentar con los hijos asombrados, qué no sabía cómo los cristianos podían vivir en estos edificios como abejas y ese desequilibrio de su hija, por casarse con un hombre que él no le entiende lo que dice. Se volvió a poner el sombrero cuando bajó las escaleras del palacio y en el portal frente al Prado, le dio un apretón de manos a Marcelo, un beso a Ena, con los ojos húmedos, otro beso a Bárbara: Se montó con la mujer y los dos hijos en una máquina de alquiler rumbo a terminal del ferrocarril, y fueron diciendo adiós por las ventanillas, hasta que dejaron atrás los leones, casi llegando a Neptuno.
Ahora era Bárbara la que agitaba un pañuelo desde la terraza y ella desde la escalera le decía adiós. Por suerte pudo hacerle el traslado a su hermana: apuntarla en la Libreta, en el Registro de Direcciones de su pequeño apartamento y conseguirle el trabajo como oficinista del Poder Local. Se sentía aliviada al saber que dejaba encauzada a su hermana, aunque ya no pudiera aconsejarla de cerca. Le escribiría para mantenerla al tanto de cómo debía hacer las cosas y cuidar las relaciones con los vecinos. Le advirtió con insistencia que le contara en detalle todo lo que aconteciera en su ausencia, que les diera vuelta a los viejos, los abuelos y que no fastidiara más con las revistas; que ella se las iba a mandar. No tenía ni idea cuándo podría regresar, ni cómo le iría en este viaje. Solo le molestaba los criterios, llegados por segundas personas, de los empachados del claustro y algunos vecinos que de mala fe la juzgaban casi como una traidora por irse del país. Le dolía en su orgullo que se le cuestionara de ese modo. Al fin y al cabo ella no se iba como se habían ido por Camarioca los miles de cubanos para Miami, o los que seguían inventando salidas clandestinas y desertando en el extranjero para marchar al Norte, como viles gusanos despreciados en actos y matutinos, en los que participó en más de una vez. Ella, más que irse para Italia, se iba con su marido para hacer su vida en busca de la felicidad. No tenía nada que ver con un hecho político, aunque comprendía que La Revolución se había convertido en la madre de todos los cubanos, consideraba que no tenía el derecho de repudiar por boca de sus hijos a los hermanos que tomaran el camino de otras tierras y desterrarlos para siempre con un odio colectivo en mítines insultantes. Así que se ajustó el cinturón con la ayuda de Marcelo, mientras el avión giraba en la pista, se detenía y los motores rugían haciéndola estremecer, hasta emprender la carrera del despegue, mientras sentía, a medida que tomaba velocidad cómo su cuerpo se iba hacia atrás. Por un momento tuvo la vaga sensación contradictoria de que se quedaba y, sin embargo, sabía que se iba. Perdió de vista a la pista. El avión comenzó a tomar altura. No se atrevía a mirar por la ventanilla, pero abajo quedaban Boyeros, su hermana desde la terraza, La Habana y el litoral, bañados por las luces del atardecer. Ella en las nubes, apretando en la mano la medalla con la Virgen de la Caridad, meditando.

En los primeros días me pasaba casi todas las noches mirando el techo, porque ya me sabía de memoria todas las revistas y conocía cada mancha del techo y las paredes. Había hecho historias desde siempre con las imágenes que descubría en cada mancha y desarrollé la habilidad de verle muchas aristas a las sombras que el tiempo va dejando en las paredes; depende desde dónde las mire: la hora y el estado de ánimo, para empezar a transformarme y ver figuras que solo yo puedo interpretar. A veces he llegado a pensar que yo nací para pensar, e imaginarme cosas mirando las manchas de las paredes. Soportando que me digan despistada desde siempre. Esto me viene de niña; cuando en las nubes del atardecer jugaba con la vista a dibujar: Los rebaños de vacas, caballos, chivas y carneros que armaba, y se iban cada vez que pestañaba; para al momento, según la fuerza del aire sobre los nimbos y cúmulos aparecieran los puercos, los patos, los barcos, carruseles… todo lo que lograba imaginarme, lo podía ver allá en el cielo, aunque fuera por un brevísimo instante. Lo que a mí me parecía una saya con vuelos, a Chango le parecía un pavo real. Discutíamos, hasta que la mancha de nubes desaparecía y se formaba la cabeza grande y redonda de un toro mono, sin tarros y Chango, a que no, que era la cabeza de un manatí. Así la tarde se escurría por el cascaron del horizonte, detrás de las lomas y mamá nos llamaba para el baño y a tomar la leche de chiva con espuma. Sentarnos luego en el patio a contar las gallinas, las pollonas, pollos, guanajos y el gallo machorro de cresta roja, que se templaba a todas las gallinas y pollonas antes de subir por la escalera a la mata de ateje; golpeándose el pecho rojizo con varios aplausos de las alas. Lanzar el quiquiriquí, hasta la madrugada, cuando cantaban todos los gallos del mundo y volvía a aplaudirse el pecho, y a cantar, para que papá se levantara a ordeñar la vaca. Los gallos finos nunca han tenido horario para el canto. No los dejaban mezclar con las aves del patio, para que no se cruzaran las razas y evitar que nacieran los pollos raquíticos capirros que mamá tanto maldecía. Por eso vivían encerrados en jaulas bajo el rancho de maíz, al cuidado del abuelo, que tenía la opinión de que los gallos de pelea no podían andar sueltos detrás de las gallinas, porque se le aflojaban las patas cuando los llevaba el domingo a la valla del pueblo. Se esmeraba en sus cuidados, al extremo de darles de comer malanga amarilla con leche, pesarlos cada mañana, tusarlos, afilarles los picos y las espuelas con una dedicación de gallero empedernido. Hasta que prohibieron las peleas y las vallas. Pero siguieron las peleas escondidos en los montes. Cómo se le ocurre a este hombre prohibir la única diversión del guajiro. Así comentaba con papá el abuelo Feliberto. Mamá barriendo en las tardes, las hojas secas que alfombraban el patio, cantando su favorito corrido mejicano: Ese lunar que tienes cielito lindo, junto a la boca…
Después de la comida, Ramón, se iba para el pueblo con el pelo brillando de brillantina; porque cuando regresó del servicio militar, le volvió a crecer la mota, ese pelo lacio que tanto añoraban las hermanas. Le gustaba darse peine delante del espejo y golpecitos con la mano para amoldarse la mota brillosa, queriendo parecerse a Elvis Presley; como decía Ena; aunque nunca aprendió a cantar rocanrol, y muchos menos bailar. Papá, le decía autoritario: ¡Temprano aquí! Se paraba de la mesa cuando llegaba el abuelo Filiberto y conversaban de las mismas cosas: de la siembra, los animales, los gallos finos y del tiempo lluvioso o la sequia. Prendía el quinqué con su fosforera de mecha, porque ya al farol chino se le había roto la camiseta y se pegaban al radio de pilas, para juntos escuchar las tonadas y controversias campesinas; y luego cantarnos: Un dime que te diré y un dale dulce a la clave, conversar con quien no sabe, es dar contra la pared. Anda, canta tú ahora; le decía apuntando a Chango, quien se llevaba la mano derecha al pecho, para puntear, y la izquierda digitando las cuerdas del tres invisible que inventaba en el aire, para responderle lo mismo de cada noche: Eres sapo sin barriga, eres camaleón sin rabo, eres sinvergüenza y vago, qué quieres más que te diga.
El abuelo Feliberto se iba riendo para la cocina a conversar con mamá, que fregaba los calderos y la losa de la comida.
Papá amagaba con pegarle parándose del taburete. Se armaba el zafarrancho: Chango salía corriendo. Yo lo seguía para subirnos en la manta de trillar, enrollada en el comedor, junto a los sacos de frijoles, y papá volvía a sentarse en el taburete recostado, con los ojos cerrados, canturreando bajito: No me tires con piedra monona mía de tu hermosura… Medio que se quedaba dormido, con un tabaco apagado colgándole entre los dedos, hasta que mamá lo despertaba dándole con una mano en la rodilla y con la otra, el jarrito de peltre con el café. Y él sobresaltado, preguntaba por el abuelo.
Mamá le contestaba: Hace una hora que se fue; porque Cacha está sola en la casa. Y volvía a repetirle la letanía de siempre: Voy a ver cuándo van a dejar esa casa; que les está al caer arriba y van a venir de una vez para acá con nosotros. Recogía el jarrito, miraba a papá con la misma mirada acusatoria, como si él tuviera la culpa de que los abuelos no quisieran mudarse para acá. Se secaba una mano en el delantal y, alguna que otra vez, le escuché decir: Vete a recoger a tus hijos, que están dormidos como los marranos arriba de la manta. Para volver a lo de todas las noches: ¡Mira la hora que es y Ramón no llega!
Decía alarmada alumbrando el reloj de pared. Recorría la casa con una chismosa en la mano, proyectando su sombra chinesca en las paredes; para idealizarla pensando que mi madre podía caminar por las paredes sin caerse; cerrando puertas y ventanas. Casi siempre me hacía la dormida sobre la manta, o el banco de la mesa del comedor, escuchando a mi madre hablando sola. Yo, soñando y pensando en Ena, allá en La Habana con todas las sombras de la noche para mí sola. Esperaba que papá me cargara en andas y me llevara a la cama. Luego venía mamá con la chismosa en la mano, para obligarme a sentar en el orinal, hasta que me acostaba de nuevo. Desde afuera, la densa calma de la noche trayéndome el canto de los grillos, la lechuzas y ladridos de perros, haciéndome latir el corazón, para sin saber cómo ni cuándo se me aflojara la llave del orine. Despertarme en las mañanas, empapada en la fría humedad de mis temores, para que la buena de mamá se dedicará cada mañana a lavar y tender en el patio las sabanas y mi ropa interior: era como tender a la vista de todos la pena de mis pudores. Cuando me veía en la mañana la cara de angustia, le hacía a Chango la advertencia amenazante, para que no fuera a comentar en la escuela, que yo me orinaba en la cama. De lo que estoy eternamente agradecida, porque me guardó este secreto para siempre. Mamá me prohibía en las tardes comer las cañas que abuelo traía peladas en trocitos y las jugosas naranjas del patio, para, según ella, ponerle coto a mis desagües incontrolados. Pero de nada servía. Desde que Ena se había marchado para La Habana, dormía sola con un nailon en la cama para no mojar la colchoneta, añorando el regreso de mi hermana en los veranos y fines de años, para cobijarme al tibio amparo de su lado y ahuyentar los sobresaltos en las noches.
Hasta que luego de mi primera menstruación, me curé de mis incontincias, del miedo de dormir sola. Para entonces Ena, me había hecho el vestido de los quince y las primeras fotos de cuerpo entero que tuve. Me sacó las cejas y me pintó las uñas por primera vez; el mismo día que me afeité las piernas, con la maquinilla de papá y la cuchilla Venceremos. Mucho antes de esa fecha, era yo la que le contestaba cuando leía sus cartas, sin sospechar que iba a continuar mi vida esperando cartas; ahora de mi casa y otra vez de mi hermana. A veces inventaba cartas, cuando Ena se demoraba en escribir, para calmar a mamá. Escribía también mi diario, donde siempre copiaba las canciones que más me gustaban del cancionero que me había traído de regalo Ramón, las cosas que me pasaban en la escuela y alguna que otra confesión en clave del novio que añoraba tener. Ni sé bien las libretas que llené desde mi época de la primaria y la secundaria, pero nunca se las enseñé a nadie y ahora mismo no sé por dónde andan mis libretas. A veces pienso que eso de escribir me viene de mi abuela Cacha, que escribía en la puerta interior del escaparate de cedro, las fechas de los cumpleaños y santos de sus hijos y nietos; las fechas en que las puercas se habían preñado y que era un jeroglífico casi indescifrable, donde leía estos apuntes desde niña. Hasta las primeras menstruaciones de mi madre y mis tías, están escritas con el trazo chapucero de su caligrafía, hecha con lápiz de carpintero. Chango también escribía, pero con la punta de un cuchillo en las palmas del potrero. Tallaba corazones con flechas y dentro ponía las iníciales Ch y B. La misma B de Blanquita, con la que se casó después, cuando terminó en la Columna Juvenil del Centenario. Porque al fin dejó la obsesión del boxeo y le dio tranquilidad a mamá, que solo hacia rezar por él cada vez que anunciaba una nueva pelea. Se pasó los tres años en el puñetero boxeo, peleando los fines de semanas en los estadios y en casi todos los centrales y bateyes de la provincia camagüeyana, para tener a mamá con el corazón en la boca. Hasta comentarios de él habían salido en el periódico Adelante, con su nombre real: Evelio Despaigne. Anduvo con el periódico doblado en el bolsillo, mostrándoselo a la familia y a los amigos, que no querían creer que se trataba de él, pues todos estaban seguros que su nombre era Chango, como lo habían nombrado toda la vida. Hasta que salieron de la duda el día que llegaron dos funcionarios del Inder; preguntando por Evelio Despaigne. Venían con planillas insistiéndole para que siguiera en el deporte de los guantes, porque había ganado hasta campeonatos provinciales en su peso gallo, casi haciéndole sombra a Emilio Correa. Querían llevarlo al Córdova Cardín. Menos mal que estaba embullado con Blanquita y dejó el dichoso boxeo, más por ella que por mamá.
Ahora estoy angustiada, lejos de los míos, mirando por las noches las sombras en las paredes; desvelada por este estropicio en las madrugadas: la música a todo volumen de los vecinos, con Jarry Lewis cantando: Pángola pángola, vamos a sembrar pángola, o sino la Monumental con el prendan prendan el mechón. Más el incesante traqueteo de las fichas de dominó en los bajos del edificio, mezcladas con el ronroneo de carros y pitos; mientras que por el día tengo que aguantarles las gracias a la gente del trabajo, diciéndome despistada cuando dejo el teléfono sin colgar, o se me queda abierta la pila del lavamanos. Me entran unas ganas de escribir oprobios contra todo lo que me perturba. ¡Desahogarme! Eso es lo que necesito, para controlar estos impulsos de gritar: ¡Váyanse todos al carajo! Pero me acuerdo de Ena y sus consejos… Menos mal que los fines de semana me voy para el Náutico a ver las ruedas de casino, porque el gogó y el yeyé solo se bailan en las fiestas privadas de los pepillos habaneros. Allá los aires de la playa me calman estos impulsos que me asaltan cuando estoy sola encerrada en el apartamento. Me divierto viendo las ruedas, disfruto del aire del mar, del atardecer desde el espigón del Náutico. Antes de coger la 132 para el regreso, y no tener que cocinar para mí sola, entro en Mare Apperto a comerme un spagueti y tomarme una malta. A esa hora se llena la pizzería de becados con la algarabía juvenil y sus uniformes carmelitas como Peters de chocolate. Las muchachitas con leotard y mayas negras debajo de sus uniformes y el pelo recogido como una cebolla, les dan el toque de estudiantes de danza en la cercana Escuela de Arte. Por suerte, marcan detrás de mí, si no me tengo que ir sin comerme el espagueti, porque es un grupo interminable que sigue creciendo, como si se dieran cita todos los alumnos de la beca. Me asalta de nuevo el recuerdo de Ena, contándome sus andanzas por estos lares, cuando aún yo no soñaba conocer La Habana. Era tan feliz en mi inocencia: escuchando los cuentos de Ena, montando en la montaña rusa, que imaginaba como algo lejano en las alturas y no esa mugre de madera y rieles a punto de derrumbarse…
Estoy pensando irme para el campo a pasarme el fin de año allá en la casa; ojalá que tenga suerte en la lista de espera en la terminal de ómnibus, para ver si cojo una Leyland, porque no resisto el tren.





Roma diciembre del 1972

Bárbara, quiera dios que al recibo de esta te encuentres bien. Yo todavía turulata. Me pasé todo el viaje con el corazón en la boca, sin saber cuándo aterrizaba. Te diré que cuando llegamos a Madrid, hubo que esperar como cuatro horas para seguir hasta Roma. No pude salir del aeropuerto. Llegamos a Roma por la tardecita y todavía estoy como pescaó en nevera. Claudio, el hermano de Marcelo fue a buscarnos al aeropuerto, Roma es lindísima. Me dieron una vuelta por el centro y pasé por la Plaza de La República, vi el Coliseo, el Foro romano y el arco de Constantino. Cruzamos el Tíber (acá le dicen el Tèvere) que, por cierto, está lánguido y apestoso como el Almendrares: pasamos frente al Vaticano, y Marcelo me prometió traerme para ver la Capilla Sixtina. ¡Te imaginas! Yo descocotada mirando las pinturas de Miguel Ángel y tener la suerte de ver al Papa Juan Pablo I en la misa de la Plaza San Pedro. Me acordé enseguida de mamá, y de la iglesia de El Cobre, le di un beso a la virgencita de la Caridad, pensando en ella. Llegué muerta de cansancio. ¡Pero aquí estoy! La casa de Marcelo está en el Euro, la ciudad que mandó a construir Mussolini, para que fuera la capital: un sueño del Duce, pero nada: Roma sigue siendo la capital. A la mamá de Marcelo casi no se le entiende lo que habla y me mira con una cara de loca, porque el otro día me cogió en la cocina con el peine caliente estirándome la pasión y empezó a gritar: Marcelo, Marcelo, a lei le brulla la testa. Desde entonces me mira con una cara de loca, que para qué te cuento… Por suerte vivo sola con Marcelo. Solo la he visto tres o cuatro veces. Ya Marcelo me compró una secadora, pero insiste que vaya a la peluquería y sus amigas, cuando cogen confianza, todas quieren tocarme el pelo. A todas les gusta el spendrum. Yo con ganas de tener el pelo lacio como ellas, para quitarme este martirio. Estoy fajada con el diccionario, porque aún no entiendo casi nada. Si supieras cómo me acuerdo de ustedes. Aquí se desayuna hasta con jamón.
Al desayuno le dicen colazzione, al almuerzo, pranzo y a la comida, cena. Acá lo poco que entiendo en los noticieros es que hay mucha violencia y cosas de mafia. Es como la crónica roja que había antes allá, seguro que tú no te acuerdas de eso, pero se ven cosas horribles de asesinatos, salen en los periódicos fotos, escalofriantes. A los periódicos les dicen giornali y tienen más páginas que la Bohemia. Si estuvieras aquí te darías banquete hojeándolos. De tus revistas no me olvido, lo que pasa es que Marcelo me tiene que llevar al correo, que aquí se llama posta para comprar los sellos que se llaman francobolo y se escribe francobollo; di tú. Yo me reía sola, pues si le digo esto a mamá, se parte de la risa. Hay revistas de relajo en todos los estanquillos, que si Ramón y Chango, las ven se le hacen cayos en las manos de hacerse pajas. Ja, ja, já. Han puesto bombas la gente de las Brigadas Rojas; y los carabineros andan con armas largas y ropa de camuflaje, parando los carros y revisando maleteros. Marcelo dice que esto es un casino. Porque a estas locuras le dicen en italiano casino, aunque también hay casinos de juegos, y la lotería que se llama Bonoloto. Ya me he comprado mis bonos con el 19 y el 25, para ver si me gano un parlè, que aquí le dicen ambo. Marcelo está haciendo gestiones con su compañía para ir al Congo, pues, según él, allá pagan muy bien. Quiere que, además del italiano, yo empiece a estudiar francés, así que tendré que mecharme, como decimos allá. Pero en realidad extraño mucho a Cuba. Hace un frío de refrigerador del carajo. Aquí no se ve la nieve, hay que ir hacia el norte, donde están las montañas de los Alpes, casi en la frontera con Francia y Alemania, así que te debo las fotos de la nieve, pero fotos de Roma si te mandaré. Espero que Marcelo pueda llevarme a Sicilia, para ver el Etna, y aprenda a decir bien mi nombre. Sacarle fotos al volcán, pues en la cima siempre hay nieve, así te complazco. Ayer estuve en la Fontana de Trevi y lancé tres monedas de espaldas, es una tradición. Se lanzan pidiendo un deseo, y dicen que el que lo hace se queda en Roma. Yo pedí que ustedes pudieran venir. Me parece mentira que ahora ande yo por las plazas y lugares que vi en las películas. Esto es como soñar despierta. Ojalá que le aparezca el lavoro en el Congo; como dice Marcelo, o que yo me gane un ambo. Aquí al salario le dicen soldi y el dinero se llama lira y mil liras parecen un dineral, pero es un mierda; figúrate tu, que una pizza normal vale casi dos mil liras; cuando tú sabes que allá una pizza vale un peso y veinte centavos. Ah te diré que el agua le dicen aqqua y tengo agua caliente en la ducha y la cocina. Marcelo, me compró unos suavizadores que te pone la pasión como una blanca: no tienen nada que ver con el Laxagar que usamos allá; aunque a los dos días lo tengo como alambre de púa, por la herencia de papá. Echan unas películas de relajo, ¡que pá qué te cuento! A mí me da vergüenza cuando me las encuentro, que del susto apago la televisión. Marcelo, lo que hace es reírse y hasta yo me río… ya casi me estoy acostumbrando. Hay hasta tiendas de relajo. Pura pornografía. Se me acabaron los cigarros dorados que traje, porque los amigos y amigas de Marcelo, cada vez que sacaba una caja de la cartera, me pedían una sigareta: así les dicen a los cigarros. Yo pensaba que era solo a los cubanos los que le gustan las cosas de otros países, pero acá les encantan las cosas de Cuba; con decirte que hasta un pullover que traje con el letrero: Los Diez Millones Van, lo tuve que regalar y explicar que no se cumplió el plan de azúcar. Que fue una victoria pírrica, como la llamó Fidel. Hablándote de Fidel, ayer vi por televisión la visita de Fidel a Moscú, en el palacio de los Congresos del Kremlin, estaba dando un discurso por el cincuenta aniversario de la Unión Soviética; solo pusieron un pedacito en Rai Uno. Te diré que acá hay obsesión con el Che. Hay afiches de él por todas partes, porque en octubre se conmemoró su muerte y en todos los muros aparece la foto que Korda le hizo en 12 y 23. Casi todos los italianos piensan que el Che nació en Cuba. Cada vez que abro la boca para decir algo tengo que buscar el diccionario, para que me entiendan, porque al azúcar le dicen zucchero. Estoy fumando unos que se llaman Capri: son finíticos, como los que fuman las actrices del cine. Estoy loca por hacer algo, pero dice Marcelo que debo aprender bien el idioma para hacer los documentos en la questura, que así le dicen a la policía y luego el permiso de sogiorno, que es para el trabajo. Estoy pensando que a lo mejor monto un taller de costura, por acá hay hasta máquinas de coser eléctricas y telas preciosas en el barrio Chino que está cerca de la Termi, en la estación Central, y en la feria de Porta Portesa, que abre todos los domingos. Le estoy dando coco al asunto, porque puedo comprar muy barato al por mayor las telas, que acá le dicen compra al ingosso, pero tengo que esperar por los papeles y el permiso de sogiorno. Ya te contaré, porque lo de ejercer el Magisterio es más complicado por la dichosa gramática. Extraño a la escuela y los muchachos, el sol y el malecón. Acá se desviven por el calcio, como le dicen al fútbol, igual que nosotros por la pelota, con el equipo Mineros. Trato de leer lo más posible, pero con el diccionario a mano. Me acuerdo mucho de ti, cuando leo sobre el signo zodiacal, hasta en la televisión hay programas dedicados a los signos y a la cartomancia. Yo pensaba que solo a nosotras nos gustaba eso, pero acá nos quedamos chiquitos: solo le ganamos en la santería y la brujería. Perdóname si se me queda algo, pero ya tengo los dedos entumecidos, porque aunque hay calefacción tengo un frío que se me engarrotan las manos y si me confundo al abrir la mezcladora siempre se me va un grito, porque cuando no abro la caliente, abro la fría y lo que sale es agua para pelar pollos o hielo derretido. A la calle tengo que salir con guantes. Oye estoy como loca, te he contado por arribita. Dime cómo andan por allá. Cómo te va en el trabajo. No le des mucha confianza a la gente del edificio y no metas a nadie en el apartamento. Ojo con eso. Dime cómo están por la casa y cómo siguen abuela Cacha y el abuelo Feliberto. Dile que su nieta les manda muchos besos. Papá que deje las rabietas y que descanse más y trabaje menos, que para trabajar están los cabrones de mis hermanos. Dime cómo le va con la mujer a Chango. A Ramón que asiente cabeza y deje de andar de picaflor. Qué dice mamá. Casi ni pude despedirme de ellos. Mi pobre padre, casi no abrió la boca. A Ramón y Chango que dejen de tomar Coronilla, que siempre terminan en fajasones. Acá ahora están los preparativos para natale, y el capotano; así le dicen a la navidad y al fin de año. Tú cuídate, y dime si te dieron en la piloto la cuota del mes pasado. ¡Ojo con el trabajo y no hagas cometarios indebidos! No le des confianza a nadie y cierra bien la casa cuando salgas. Ni loca vayas a meter a ningún hombre en la casa. Ya de eso te expliqué bien. Bueno, mi hermana, aquí son las 10 de la noche y allá son las 4 de la tarde, de modo que estoy viviendo seis horas más que ustedes. De Marcelo te diré que está arrebatado conmigo, presentándome a todos sus amigos. A veces me da la impresión que debo parecerles un trofeo exótico que ven por primera vez. Ahora mismo voy a salir con él, y unos amigos que han venido de Napoli, para ir a cenar al trastevere, en un restaurante que se llama Pippo. Así que he saltado del Malecón al Tèvere. ¡Pero tengo unas ganas de comer arroz blanco y frijoles negros! Aquí le dicen riso, o risoto al arroz ensopado y duro que hacen; a los frijoles, fagioli. Me acuerdo mucho de ti, por los espaguetis, pizzas y macarrones: bastante duros por cierto, por eso le llaman al dente… Oye, te dejo que ya Marcelo está bajando y ahorita empieza a parlar en romano y non capisco un casso. Como me dice él cuando le hablo rápido. Contéstame pronto. Un beso, Ena.

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