viernes, 7 de noviembre de 2008

El muerto vivo

Agustín Dimas López Guevara


Después de haber realizado las más disímiles labores para ganarse la vida, encontró a los 60 años el oficio que debió ejercer siempre. Quizá no hubiera llegado con tantos achaques y dolores en los huesos, a este nuevo oficio, que lo ha hecho rejuvenecer y darle una nueva dimensión a su vida, aunque los años son los años,… pero desde el primer día en que entró solo a la sala de preparación, con el sabor a café aún en la boca y con el cigarro colgando del labio, se sintió anestesiado por el olor a formol que invadía el local y se dirigió con pasos resueltos a la camilla donde yacía un cadáver con toda la palidez de la muerte en la piel.. Lo observó detenidamente buscando mentalmente darle color a la mascara pálida de aquel rostro inexpresivo, para acercarlo al mundo de los vivos y humanizarlo con colores. Así con una serenidad, como si hubiera hecho lo que tenía que hacer durante toda su vida, revisó sobre la meseta de azulejos el neceser manchado de polvos y pinturas labiales. Buscó los potes de polvo y los colores de creyón que le parecían más apropiado para la preparación del cadáver que esperaba con toda la calma que da la muerte a que lo maquillaran y vistieran, para ser expuesto en el ataúd y los familiares y amigos pudieran contemplar a través del cristal, con miradas contemplativas, la última imagen que a fuerza de maquillaje alcanzaba una dimensión casi real , al espantar el rictus de la muerte y poder escuchar, entre los sollozos de los dolientes aquellas palabras que le dieron el verdadero sentido a su trabajo: - Parece que está dormido.
Y ese elogio que escuchó por primera vez de boca de un familiar cuando le mostró el cadáver recién maquillado,- que no iba dirigido a él, sino en un dialogo sin respuesta con el difunto,- avivó de tal modo su entusiasmo que trascendió las barreras de un oficio mal mirado, y mal pagado, de modo que puso todo su empeño por darle a los difuntos la apariencia más viva y se esmeraba de tal modo en sus tareas que se agenciaba maquillajes y útiles apropiados, para con una dedicación de tarea escolar se aferrará a los rostros sin vida de los difuntos, solicitando a los familiares fotos recientes de los fallecidos, para con el arte de sus manos darle la expresión más cercana. Así logro relacionarse de tal modo, que se sorprendía conversando con los muertos, como si estuvieran en una barbería o un salón de belleza. A tal punto estaban sus relaciones que los muertos llegaban en ocasiones a responderle y a expresarle que la cara de los vivos le parecían tan pálidas y desencajadas en las largas horas de vigila en las funerarias, que bien se merecían un maquillaje, para estar a tono con los difuntos. Y se reía cuando más de un difunto hablando de estos temas le comentó que el mundo de los muertos es más interesante y reservado que el aparatoso mundo de los vivos.
Fue así como empezó a doblar turnos de trabajo y prácticamente hizo de la funeraria su casa, donde le daban el café gratis y los cigarros no le faltaban por la bondad de los dolientes, así como una remuneración que le dejaba caer en el bolsillo de su bata verde los mismos dolientes, que aportaban prótesis y pestañas postizas para el acabado de su trabajo. Mientras los mal intencionados y jodedores de lo servicios necrológicos le empezaron a llamar a hurtadillas “El muerto vivo”, y él , entre el humo del cigarro se quedaba sentado en el sillón de aluminio, meditando el modo de maquillarse el mismo el día que la muerte se apareciera a buscarlo, para unirse a la caravana interminable de viejos amigos difuntos, a los cuales le enviaba saludos casi a diarios y tenía que recurrir a su gastada libreta de apuntes para recordar el nombre de todos, pues era una amistad fugaz que duraba el tiempo necesario del maquillaje y alguna que otra vueltecita la sala, mientras esperaba un nuevo arribo de la morgue, de medicina legal o un despacho directo del hospital con todos los requisitos certificados de muerte. Así en la sala le echaba su mirada cómplice a través del cristal y podía percibir la sonrisa dibujada en los labios del difunto y le susurraba como un rezo el último recado para el anterior difunto.


La Habana 22 de septiembre del 2005


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